Hace ya varios días, quizá semanas, tal vez meses, que mi conciencia ha permanecido contemplado la terrible posibilidad de incurrir en una existencia humana fincada en una especie de limbo. Hoy quiero tomarme la tarea de bosquejar lo que es imbuirse en un estado tal. Para explicarlo me referiré a la imagen mítica del Limbo tratada en el cristianismo.
Las primeras referencias a este hipotético lugar se encuentran en los Padres de la Iglesia; se trasluce en San Agustín, en el marco de su oposición contra los pelagianos. Más adelante es San Alberto Magno quien habla explícitamente de él.
El limbo es aquel lugar donde las personas inocentes, lo niños, que no obtuvieron el bautismo de Cristo, y permanecen en el pecado original, van a dar al morir. En el limbo permanecen sin sufrimiento, empero privados de la visión beatífica; del lumen gloriae que les permita introducirse de manera clara, y sin velos, a la inagotable, radiante e incontenible realidad divina.
El limbo como hipótesis es abominable; me es difícil comprender que el cristianismo haya podido postular tal estado. Si la gloria de Dios es la fuente única, verdaderamente reconfortante para el hombre cristiano, el limbo es el mismo infierno, pues es un lugar donde se priva al ser humano de lo que sería su felicidad. Sin embargo, no es este momento para discutir la coherencia del lugar si no más bien de aprovechar la terrible imagen que resulta el encontrarse en un limbo.
El limbo, por lo que hemos dicho, parece ser un lugar sin sufrimiento, empero, decíamos, es el mismo infierno, pues es la ocurrencia de las cosas sin la posibilidad de sentido y progreso. En el limbo las cosas ocurren, y ocurren tan tediosamente, como los aires que soplan constantes y sin una aparente dirección a través de las amplias y extendidas arenas del Sahara; como las brisas silenciosas y gélidas de los glaciares del antártico. El limbo es el cielo estoico donde la ataraxia y la aponía se expresan como la condición natural de la vivencia diaria. No existe el dolor físico, no hay falta de elementos necesarios para la supervivencia, pero en medio de esa afección equilibrada y pausada yace la corrosiva, desgastante y constante conciencia de la inmovilidad, de la falta de directriz que llene de vida e ilusión el existir. La finalidad está ausente. Todo sucede sin más problema y sin ruptura de armonía. Sin embargo la asfixia de no tener hacia donde caminar y la conciencia de ver la propia historia imbuida en una eternidad de estabilidad errante, seca profundamente el ánimo. El limbo resulta un encallamiento en el presente.
Para caracterizar de mejor manera ese estado del limbo, viene a mi mente Borges. No sé por qué sus textos siempre me hacen sentir ese abominable limbo. Esto no es de ninguna manera una crítica a su espléndida pluma, sino una aproximación estética —en el sentido más puro de la palabra aisthesis— a mi sentir sobre el limbo. Ese limbo en el que Borges me suele situar, está bien caracterizado en El Aleph. Este texto comienza con una abrumadora e inquietante cita, para mí, del Leviatán de Hobbes, que transcribo para que ustedes de tal manera que puedan recordarla:
Las primeras referencias a este hipotético lugar se encuentran en los Padres de la Iglesia; se trasluce en San Agustín, en el marco de su oposición contra los pelagianos. Más adelante es San Alberto Magno quien habla explícitamente de él.
El limbo es aquel lugar donde las personas inocentes, lo niños, que no obtuvieron el bautismo de Cristo, y permanecen en el pecado original, van a dar al morir. En el limbo permanecen sin sufrimiento, empero privados de la visión beatífica; del lumen gloriae que les permita introducirse de manera clara, y sin velos, a la inagotable, radiante e incontenible realidad divina.
El limbo como hipótesis es abominable; me es difícil comprender que el cristianismo haya podido postular tal estado. Si la gloria de Dios es la fuente única, verdaderamente reconfortante para el hombre cristiano, el limbo es el mismo infierno, pues es un lugar donde se priva al ser humano de lo que sería su felicidad. Sin embargo, no es este momento para discutir la coherencia del lugar si no más bien de aprovechar la terrible imagen que resulta el encontrarse en un limbo.
El limbo, por lo que hemos dicho, parece ser un lugar sin sufrimiento, empero, decíamos, es el mismo infierno, pues es la ocurrencia de las cosas sin la posibilidad de sentido y progreso. En el limbo las cosas ocurren, y ocurren tan tediosamente, como los aires que soplan constantes y sin una aparente dirección a través de las amplias y extendidas arenas del Sahara; como las brisas silenciosas y gélidas de los glaciares del antártico. El limbo es el cielo estoico donde la ataraxia y la aponía se expresan como la condición natural de la vivencia diaria. No existe el dolor físico, no hay falta de elementos necesarios para la supervivencia, pero en medio de esa afección equilibrada y pausada yace la corrosiva, desgastante y constante conciencia de la inmovilidad, de la falta de directriz que llene de vida e ilusión el existir. La finalidad está ausente. Todo sucede sin más problema y sin ruptura de armonía. Sin embargo la asfixia de no tener hacia donde caminar y la conciencia de ver la propia historia imbuida en una eternidad de estabilidad errante, seca profundamente el ánimo. El limbo resulta un encallamiento en el presente.
Para caracterizar de mejor manera ese estado del limbo, viene a mi mente Borges. No sé por qué sus textos siempre me hacen sentir ese abominable limbo. Esto no es de ninguna manera una crítica a su espléndida pluma, sino una aproximación estética —en el sentido más puro de la palabra aisthesis— a mi sentir sobre el limbo. Ese limbo en el que Borges me suele situar, está bien caracterizado en El Aleph. Este texto comienza con una abrumadora e inquietante cita, para mí, del Leviatán de Hobbes, que transcribo para que ustedes de tal manera que puedan recordarla:
But they will teach us that Eternity is the Standing still of the Present Time,
a Nunc-stans (as the Schools call it); which neither they, nor any else un-
derstand, no more than they would a Hic-stans for a infinite greatnesse of Place.
Leviathan, IV, 46
a Nunc-stans (as the Schools call it); which neither they, nor any else un-
derstand, no more than they would a Hic-stans for a infinite greatnesse of Place.
Leviathan, IV, 46
Standing Still of the Present; estás palabras me provocan un hastío profundo, la permanencia del Presente. El Limbo es ese enclavamiento del presente. No presente en el sentido más rígidamente temporal, pues es claro que la inmersión de un ser conciente en el tiempo, no nos permite permanecer ni un instante en el presente; sino más bien un presente vinculado al no poder conseguir una situación ulterior distinta. El eterno presente del estado límbico, nos habla de la falta de evolución a una situación mejor.
Deshauciante es permanecer en ese estado. El hombre por esencia es un ser del futuro desde que es libre. A diferencia del mundo que se desarrolla en un inextingible presente, pues su forma y esencia lo han predeterminado de una manera y la vigencia del mismo permanece desde que comienza su persistir, el hombre por la posibilidad y libertad es un ser orientado al futuro, a la proyección continua. Mientras que el universo, hablando en un sentido amplio, se contiene totalmente, el ser humano es incontenible, la libertad lo dirige a un estado distinto.
Es pues para el hombre una aguda condena instalarse en un limbo, instalarse en el presente. Las instalación en el presente es la ausencia del además que le proporciona su libertad, es subsumirse al universo y ordenarse al finis formae del universo. Es permitir que esa “lavadora que no distingue tejidos” envuelva nuestra condición ex–tática y la convierta, por contrario, en en-tática.
Curiosamente y continuando con el razonamiento, esa instalación en el presente nos habla del pasado, pues el pasado se presencializa (se hace presente) con la forma esencial del universo; el fundamento que promueve la persistencia del ser del universo, y que lo conserva, aún en su vigencia actual, es un fundamento establecido en el pasado. De ahí que hace algún momento hayamos caracterizado al universo como contenido en sí mismo, pues no es ulterior, no se trasciende (en–tático no ex–tático)
Con esta observación, y agradezco a SS quien me ayudó a vislumbrarlo, podemos notar que la presencia (el presente) es una cosa relativa, pues es más bien una cuestión de un fundamento ya dado y cuya vigencia es mantenida. El limbo al ser un estado que hemos venido caracterizando como imposible de una mejora, de una posición ulterior, es pues un secuestro en el pasado.
El estado del limbo es por tanto asfixiante para el ser humano. El encallamiento, como ya lo caracterizamos, en un eterno presente y, se me ocurre ahora, por mirar la continencia en la que nos enclava el pasado, también como un eterno retorno “en” lo mismo.
El limbo, y ese fue el sentido de querer acudir a esta metáfora cristiana para extrapolarla, es la imposibilidad de un estado ulterior.
Vivencialmente y hacia este lugar es donde he querido también dirigir mi reflexión, el limbo se manifiesta en la cotidianidad del hombre. Es quizá un estado, en algún sentido, en el que todos nos hemos sumergido.
El limbo en la vida se puede notar en el establecimiento de una moribunda costumbre de vida. También se podría caracterizar como la falta de vislumbre y el ocultamiento inconciente de la incertidumbre de un no saber qué se quiere. El mundo sucede pero la falta de orientación hacia el futuro genera en el ser humano un permanecer en lo que se ha sido: el estancamiento en una situación, en un paradigma de vida emocional e intelecutal, en un modus vivendi muerto. Es la vuelta al universo. Es dejar a un lado nuestro carácter de además y fincarse en la dinámica del persistir del universo. La pregunta por el quién se sustituye por el qué. El para qué se derruye y la verdad antropológica relacionada al otorgamiento de sentido a mi existencia se instala de manera forzada en la verdad y dinamismo del universo.